El Gran Juego sigue, con la salida de Afganistán. USA, como la URSS

Por Pascual Tamburri, 7 de abril de 2014.

Afganistán no es ni una democracia ni una dictadura. Tampoco es una nación ni un Estado moderno. Es el centro de la Tierra, siempre en disputa. Tras estas elecciones, Occidente abandona.

El 5 de abril de 2014 unos 4 millones de afganos de los 7 con derecho a hacerlo participaron en las elecciones presidenciales y municipales. El presidente Hamid Karzai, que no puede presentarse a un tercer mandato según la Constitución, ha guiado el país desde la intervención occidental en 2011 que derribó el gobierno talibán. Una cantidad de dinero desconocida, que seguirá siendo desconocida, se ha gastado en una guerra que, aunque ha mantenido a los talibanes fuera de Kabul, no ha dado a los occidentales el control estable del país. Y unos 100.000 millones de dólares, también occidentales, se han gastado en el desarrollo del país pero en una buena parte ha terminado en las cuentas de sus gobernantes.

Que Afganistán sea corrupto no es una novedad ni causa escándalo. Corrupción, complejidad y falta de sentido del Estado parecen inherentes a una tierra en la que conviven razas, tradiciones, lenguas, religiones e historias absolutamente dispares. Y a la vez esa tierra está colocada entre las tres grandes potencias continentales –Rusia, China, India- y en el escaparate de quienes desean el control o la expansión en el mundo –los occidentales, los musulmanes. La complejidad de Afganistán no es un defecto a corregir, sino una característica de un país que no es ni será una nación en sentido occidental, y que sólo con mucha habilidad será un Estado.

Se equivocaron los británicos –en tres guerras- al intentar extender a Afganistán el modelo colonial liberal capitalista –con loables muestras de realismo en el siglo del Gran Juego de Rudyard Kipling. Se equivocaron los soviéticos –ocho años de guerra, 15.000 muertos- al aplicar a Afganistán los prejuicios marxistas y creer que el desarrollo económico y social serviría para dar cohesión a su gobierno local y para cambiar la naturaleza del país. Y se han equivocado los occidentales, tres veces. Una, al pensar que la victoria de ciertas tribus y de un integrismo islamista inyectado por ellos contra los soviéticos sería su victoria. Otra, al creer que podían conquistar Afganistán combatiendo una guerra moderna y vendiendo progreso, bienestar y consumo; una versión capitalista del error soviético, sólo que mucho más cara en dinero y medios, mejor vendida en propaganda, pero al final igual: soldados muertos y dinero gastado para extender un modelo político, económico y social materialista que allí no parece cuajar, y una uniformidad que no existe. El tercer error puede venir ahora, si se retiran de palabra y de obra y dejan aquello sin más, yéndose a África como parece indicar su nada discreto giro geopolítico.

Muchos afganos han votado, principalmente a los exministros de Exteriores Rasul Zalmai y Abdulá Abdulá y al exministro de Finanzas, Ashraf Ghani. Habrá una segunda vuelta el 28 de mayo, pero la clave del asunto está para todos en lo mismo: en ser capaces de pactar una convivencia o mejor coexistencia, incluyendo a todos, demócratas y comunistas, talibanes y laicos, mongoles y arios, prorrusos y pro chinos. O asumir que cada tribu, grupo y región vivirá su vida de hecho por su cuenta, al modo de Somalia. O esperar la llegada de un nuevo conquistador, cuando sea; Irán ya sabe qué prefiere, China e India se bloquean mutuamente, Pakistán no tiene capacidad ni libertad para conquistar aunque sí para desordenar, Rusia y Estados Unidos miran a otro sitio. Y Europa, ay, Europa no está ni se la espera. En menos de un siglo ha pasado de señora del mundo a sumisa comerciante al servicio de Washington. Una América que con Barack Obama sufre y reconoce su derrota. Afganistán es, hoy, el mejor ejemplo de un eclipse y de un cambio en las relaciones del mundo.

Un libro para entender un país

Con o sin elecciones presidenciales, Afganistán es un país complejo. Con o sin intervención extranjera lo era y lo seguirá siendo, y no hace falta haber visto veinte veces El hombre que pudo reinar para entenderlo. Pero es muy cierto que entender los matices y sutilezas de la historia afgana reciente es complicado para nosotros, por distancia física y cultural.

Por eso resulta como nunca oportuna la presentación de El fuerte de las nueve torres de Qais Akbar Omar, una novela a su modo autobiográfica de un joven de Kabul desde los años de la presencia militar soviética hasta la guerra en curso ahora. Lo que Qais nos cuenta, contando la que podría haber sido su vida, es que Afganistán era muchas cosas distintas ya antes de 1980, y sigue siéndolo. Que no era perfecto antes, ni lo es ahora, aunque él lo ama y lo añora desde el exilio. Y lo hace mejor que cualquier reportaje periodístico, convirtiendo en novela su recuerdo y visión del país.

El Kabul de la infancia de Qais es feliz, radiante y abundante. Y curiosamente, laico o mejor dicho no fanáticamente musulmán, pero a la vez sí tradicional, aunque abierto al mundo. ¡Y esto con los rusos en casa! Odiados, pero no mucho, los soviéticos, es su retirada la que cambia la vida de todos, con la guerra civil entre las facciones de muyahidines y la llegada al poder de los talibanes. ¿Peores que los demás? Lo que parecen ser es más «modernos» que los demás, al pretender imponer su modelo ideológico y no sólo su fuerza; un error similar al comunista o al capitalista, sólo que con otro cuño.

Qais describe el Afganistán de las últimas décadas, que recorre huyendo del miedo y la pobreza. Pero no es una novela pesimista, que nos cuente dolor y nostalgia, sino que con ellos hay esperanza. Qais sufre y cambia, pero no abandona el país, cree en él y en su capacidad de vivir en él sin por ello dejar su propia tradición. Es un relato muy bien trazado, no sin sufrimiento, que da al lector una percepción de Afganistán mucho más convincente que muchos análisis sesudos.

Hace unos años se decía aquí mismo, a propósito del barón Ungern von Sternberg y de su comprensión de la muy compleja Asia Central, que «la asunción del modelo occidental de Estado-Nación por los viejos imperios periféricos de Asia (China, Rusia, Irán, India) ha generado en el último siglo un fenómeno inverso de nacionalización de las minorías del interior, kazakos, buriatos, uigures, tayikos, uzbekos y así hasta el infinito, … Pero en realidad no hay fronteras étnicas ni religiosas definidas en Asia Central, donde las poblaciones han convivido durante milenios, han emigrado, se han mezclado y se han masacrado hasta el exterminio«. Sinkiang, o los kafires, Tíbet o el Punjab, o Afganistán son como son. Nos enfrentamos «al mismo problema que a turno han tenido británicos, árabes, persas, macedonios, mongoles, norteamericanos y rusos: ¿qué hacer en el interior de Asia? Una solución es imponer fronteras artificiales por la fuerza. Otra, menos sangrienta y más segura, es aceptar que Asia es así». Seguramente leer a Qais nos ayudará a abandonar prejuicios.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 7 de abril de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/gran-juego-sigue-salida-afganistan-como–134740.html