Oh Capitán, mi Capitán. ¿Muerto en 2014 o siempre vivo en su arte?

Por Pascual Tamburri, 16 de agosto de 2014.

Un actor es más que un individuo. Como todos, Robin Williams vivió lleno de defectos personales. Pero ha repartido ideas, sueños, libertad y desafíos. Y sigue vivo en sus personajes.

Robin Williams ha muerto derrotado por la depresión. Una víctima más del viejo mal de la bilis negra, el mismo que hizo de Hamlet el danés melancólico y que nunca mató con tanta crueldad como en este nuestro tiempo de hedonismo materialista y egoísmo intrascendente. Pero la estrella de Hollywood no ha muerto del todo. Artista, creador, intérprete genial tanto en lo dramático como en lo cómico, hombre valiente de ideas propias y con un estilo singular, es uno de los símbolos de nuestra era, por su vida, por su obra y su legado. También por su muerte sí, pero más aún por su supervivencia. Verán.

Polifacético. Tentador. Imperfecto. Contradictorio. De «Good morning, Vietnam!» a oscarizado en «El indomable Will Hunting«, de sorprendente en «Señora Doubtfire» a dibujo animado en «Aladdin» y a gamer avant la lettre en «Jumanji«. ¿Y qué puedo decir yo de «El Rey Pescador», uno de los mejores puentes entre el mundo contemporáneo y una Edad Media viva, al gusto de Franco Cardini y a disgusto de la ranciedumbre progre al uso? Sólo le faltó ser visto por Tolkien en ese papel. Pero incluso cuando todo eso sea olvidado seguirá siendo el profesor Keating en «El Club de los Poetas Muertos».

Dead Poets Society se planteó como película en 1989, ambientado en el colegio privado Welton Academy treinta años antes. Como muchos recordamos, la llegada de un profesor de literatura –John Keating– altera la formación de algunos bachilleres, entre los que es fácil recordar a Todd Anderson (Ethan Hawke), Neil Perry (Robert Sean Leonard), Knox Overstreet (Josh Charles), Charlie Dalton (Gale Hansen) y Steven Meeks (Allelon Ruggiero), entre otros. Análisis simple de conservadores y de progres, para mal y para bien facilones: el papel de Williams era allí un alegato contra la educación tradicional y a favor de su modernización. ¿Seguro? ¿Han visto ustedes la película? Jonah Goldberg la vio y sus conclusiones fueron sorprendentes.

Búsqueda de resultados. Notas. Conformismo. Sumisión. Rutina. Temor al pensamiento libre y a las libres decisiones. Es verdad, eso se señala en esa película como defectos de la secundaria superior antes de 1968. Es verdad, Williams-Keating sugiere otra cosa. Ahora bien, ¿lo que sugiere es lo que se ha reflejado en el sistema posterior, ahora vigente y en España sin matices? Nunca como ahora hay una verdad académica oficial y los disidentes son marginados; nunca como ahora han importado los resultados (y por eso, con tal de lograrlos, si es preciso se dan incluso sin mérito ni conocimientos); nunca como ahora se ha reverenciado al docente fiel al sistema (hasta el punto de hacerlo también cuando ni su formación ni sus inquietudes ni su preparación no son los mejores); nunca como ahora al alumno se le hace valorar el título que logra, mucho más que la formación recibida; nunca como ahora se valoran los estudios socialmente considerados, mucho más allá de vocaciones profundas. Si en la vieja secundaria había ya rasgos de rebaño, cuánto más los hay en la nueva, tan lejos del viejo Bachillerato egregio, medieval y humanista, y de las sugerencias de Keating.

En un capítulo de la serie Los Simpson, como en muchas conversaciones de estos tristes días de agosto, se decía que esta película «ha destruido una generación de educadores«. Me gustaría que hubiese sido así, si la destrucción hubiese ido en la dirección propuesta por la película; dirección de libertad, es cierto, pero de mayor nivel académico, de menos utilitarismo, y de vocación tanto para profesores como para alumnos. En todo Occidente, y en España más que en ninguna parte, en estas décadas hemos hecho lo contrario, universalizando lo mediocre, extendiendo sin límites títulos y grados, idolatrando lo (económica, profesional o socialmente) útil, ignorando lo superior, desconfiando de lo distinto, masificando, mezclando lo excelso y lo inferior hasta negar su misma existencia, imponiendo las modas, despreciando la vocación, convirtiendo el oficio de enseñar en una manera de ganarse la vida como otra.

Si de verdad esta película hubiese tenido todo su efecto, el anticonformismo sería verdadero, con Neil Perry; «Todos necesitamos ser aceptados, pero deben entender que sus convicciones son suyas. Aunque a los otros les parezcan raras o impopulares, aunque el rebaño diga «eso esta maaaal»… deben encontrar su propio paso, su propia manera de caminar, en cualquier dirección, como quieran, sea ridícula, orgullosa, como sea«. Porque no es consumiendo un poco de química barata al servicio del mismo sistema que los maleduca como se rompe la sumisión aborregada. Al revés. «Carpe diem: Porque somos alimento para gusanos, chicos. Porque, lo creáis o no, todos y cada uno de los que estamos en este aula, un día dejaremos de respirar, nos enfriaremos y moriremos«. «¿La medicina, la ingeniería, la arquitectura son trabajos que sirven para dignificar la vida pero es la poesía, los sentimientos, lo que nos mantiene vivos?» Si eso hubiese cuajado así no viviríamos una vorágine multiplicada de resultadismo y de entrega a lo «útil». Como si el bachillerato hubiese sido inventado para complacer a burgueses o a aspirantes a tales.

Gracias a Todd Anderson, alguien tan distinto (o no) de Williams como Antonio Ruiz Retegui dijo algo que nuestros profesores y alumnos deberían recordar hoy: «Toda persona que de alguna manera haya estado en la situación de abajamiento, es decir, que haya experimentado que en determinada circunstancia lo que se mira bien es que se digan cosas malas contra él, sabe lo que supone que alguien alce la voz en su defensa. Eso es de las cosas que no se pueden olvidar. Tiene algo de la grandeza del Dios hecho hombre: un dar la vida por el amigo. Es la nobleza que brilla en el gesto de Todd Anderson al final de la película «El Club de los Poetas Muertos», cuando despreciando las advertencias del director, se pone sobre su mesa y exclama «!Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!». No importa que lo expulsen del colegio, o que le grite una autoridad absoluta: su queridísimo maestro estaba siendo injustamente expulsado y él tenía que dar testimonio de su lealtad. […] Más bien nuestra situación es la de personas que son queridas «hasta cierto punto», que cuando aparece la tempestad, reniegan quienes habían prometido defenderte siempre«. Y si no lo has vivido aún, lo vivirás.

Hace muchos años, y mucho antes de que Robin Williams actuase, Jean Larteguy escribió que «Los niños, o los hombres que fueron como niños mucho tiempo, son los que conquistan los reinos y viven las grandes aventuras. Después, los ancianos cuentan cómo lo hicieron«. Williams eligió ser como un niño, en su trabajo y en su vida; seguramente no es lo mejor en un mundo como el de hoy y él lo ha pagado con su vida. Pero de todos los buenos argumentos para recordarlo yo quiero, y por una razón muy personal, una frase de su Mr. Keating: «Me encanta enseñar, no quiero estar en otra parte«. Créanme, cuando alguien lo piensa se nota; cuando no lo siente también. Si se paran a pensarlo, verán cómo algunos de los hoy denigradores de Williams no lo han entendido; algunos de sus defensores tampoco. Hasta siempre, Robin.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 16 de agosto de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/capitan-capitan-muerto-2014-siempre-vivo–136967.html