Por Pascual Tamburri, 23 de agosto de 2014.
Para adular a políticos de centro se los compara con Winston Churchill. Pero él fracasó en la mayor parte de sus ambiciones y fue contra sus valores. Ha tenido grandes seguidores españoles.
Un joven con ambición, después de unos estudios nada excepcionales y de un rápido servicio militar, decide entrar en política. Y en política aprende que importa sobre todo dar una buena imagen de sí mismo (o lo que él llame buena) y estar en el momento adecuado en el lugar adecuado. Entra en política con convicciones, metas y objetivos, pero pronto se empapa de la gran verdad: si quiere medrar en política tendrá que estar al servicio de las personas que deciden y de los proyectos adecuados, tendrá que no reparar en las víctimas que deje por su camino, y tendrá que subordinar u olvidar sus valores. No una vez, de joven, al empezar, sino cada vez al dar la vuelta a la esquina, se tratará de eso. Subir, conseguir un cargo mejor, conservar el suyo, obtener o alargar el poder, a cambio de no defender lo que empezó defendiendo. Incluso hasta defender lo contrario y de demoler lo que quiso y juró conservar.
Cualquier español que lea lo anterior pensará, sin duda, en Adolfo Suárez, primer duque de Suárez. Sin embargo, es la biografía rápida de otro político europeo también considerado oficiosamente modélico, sir Winston Churchill, que aunque tuvo una base familiar y nobiliaria y una habilidad literaria de las que Suárez careció, llegó como él a lo más alto en su país… pagando como precio sucesivos cambios de sigla, de chaqueta, de credo y de ideales, siempre al servicio del ascenso. ¿Había notado usted que los dos terminaron, con medio siglo de distancia, demoliendo la forma de Estado que de jóvenes habían considerado necesaria y por la que habían dado su palabra? ¿Y había usted notado que el país sufre y para nada disfruta las consecuencias de su cambio de opinión, a largo plazo?
La Gran Bretaña en la que nació Churchill era el Imperio más extenso en la historia de la humanidad y la gran beneficiaria del liberalismo y de la revolución industrial (hablamos del país, por supuesto, no de sus súbditos). Churchill, educado como imperialista furibundo, buscó en la India, Sudán y Sudáfrica la gloria que no terminó de conseguir. Protagonismo, sí. Buscando una victoria fácil en la guerra de 1914, fue el mayor responsable de la ilusión de los Dardanelos y de la masacre de Gallípoli, con decenas de miles de muertos innecesarios, con un probable alargamiento de la guerra en Turquía y con una contribución directa a la ruina del Imperio ruso, de tan funestas consecuencias en el siglo que siguió. En 1940, dirigiendo de nuevo la Royal Navy, una «jugada lateral» similar intentada en Noruega se saldó con un fracaso equivalente… sólo que entonces no fue un bache en la carrera de Churchill sino la destrucción de la de su enfermo rival sir Neville Chamberlain.
Churchill pudo ganar en Gallípoli, pero perdió. Su Imperio pasó a ser sólo una más de las grandes potencias. Pudo ganar en Noruega pero perdió, y el Imperio se debilitó irremisiblemente y pasó a ser una subdependencia de Washington. Pudo defender su Imperio en Asia Oriental, pero prefirió concentrar toda su fuerza en Europa, con el resultado de la humillación de Singapur en 1942, la pérdida de la India en 1947 y la inviabilidad completa del Imperio en cuanto Estados Unidos quisiese. Estupendo.
¿Voluble, según sus intereses? Sin duda. Conocía personalmente a Mussolini, había colaborado en la edición de sus obras y había hablado más de una vez en público en términos laudatorios… y también, aunque menos, de Hitler. En la edición de 1939 de Great Contemporaries, Winston Churchill escribía lo siguiente sobre la llegada de Hitler al poder: «La historia de esa lucha no se puede considerar sin admiración por el coraje, la perseverancia, la fuerza vital que le permitió desafiar, retar, conciliar o superar todos los obstáculos y resistencias que se presentaron en su camino… Siempre he dicho que si Gran Bretaña fuera derrotada en la guerra, espero que encontremos un Hitler que nos devuelva a nuestra posición correcta entre las naciones«. Una década antes, entre muchas ocasiones, en Roma el 20 de enero de 1927: «No puedo sino estar encantado, como muchas otras personas lo han estado, por el comportamiento sencillo y amable del señor Mussolini y por su calma, por su aplomo e imparcialidad, a pesar de las muchas cargas y peligros que soporta. En segundo lugar, cualquiera podría ver que él no pensaba en nada excepto en lo eterno del pueblo italiano, como él lo entendía, y que lo que menos le interesaba eran las consecuencias esto le pudiera acarrear.
Si yo hubiera sido italiano, estoy seguro de que habría estado entusiasmado con usted desde el principio hasta el final, por su lucha triunfal contra los apetitos y pasiones bestiales del leninismo. Sin embargo, diré una palabra sobre un aspecto internacional del fascismo. Externamente, su movimiento ha prestado un servicio a todo el mundo. El gran temor que siempre ha rodeado a todo líder democrático o líder de la clase obrera ha sido el de ser minado por alguien más extremo que él. Italia ha demostrado que existe una forma de luchar contra las fuerzas subversivas, que puede aglutinar a la masa de la población, dirigirla adecuadamente, valorar y desear la defensa del honor y la estabilidad de la sociedad civilizada. De aquí en adelante, ninguna gran nación estará desamparada de un medio fundamental de protección contra el crecimiento cancerígeno del bolchevismo«. Así que Churchill no fue exactamente un antifascista de principios, ni un amigo vocacional del comunismo, ni un demócrata de Misa y rosario. Cambió de amigos, y de ideas, no según los intereses de su patria, sino en la segunda mitad de su vida sin duda en función de los que creyó sus propios intereses.
El precio de la victoria de 1945 fue la destrucción del Imperio, de manera que Churchill, además de dividir su propio Partido en los Comunes para llegar al poder, contempló cómo la potencia que más territorio perdió como consecuencia de la guerra mundial fue… Gran Bretaña. Perdió mucho más de lo que habría perdido no participando o saliendo derrotada, lo que no es pequeña paradoja. Con la esperanza de consolidarse en el poder, pero saliendo derrotado de las elecciones de 1945, y permaneciendo fuera del poder hasta 1951. ¿Para alcanzar la gloria? Sí, sin duda, la versión oficial transmitida a las siguientes generaciones aún se refiere a su voluntad y su entereza… pero omite recordar el precio de esa gloria, pagado por un país que hoy no pasa de ser un aliado menor, carantoñas aparte, de una superpotencia con graves problemas. ¿Queremos de verdad políticos que antepongan sus carreras y su ascenso al bien de su Patria?
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 23 de agosto de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/como-destruir-estado-para-construirse-ascenso-social-137059.html