Educación para el hedonismo, invierno cultural, social y… demográfico

Por Pascual Tamburri Bariain, 8 de octubre de 2014.
Publicado en Razón Española.

Cuando Thomas Jefferson redactó la Declaración de Independencia de Estados Unidos, en un no tan lejano 1776, incluyó la primera formulación constitucional de los llamados Derechos del Hombre, con aspiración a eternos y universales; y entre éstos y antes que ninguno estaban “life, liberty, and the pursuit of happiness”. Una idea ilustrada entonces y liberal desde entonces que concede a todo individuo el derecho imprescriptible de resistir frente a cualquier Gobierno que no respete esos derechos. Felicidad incluida.

Una señal de la gravedad del problema es que masivamente los miembros de las generaciones hoy activas no lo percibimos como tal. Es decir, entendemos que es normal que la vida del hombre sobre la Tierra tenga como meta la felicidad en el sentido más material, y que tal meta se impregne en el mismo sistema educativo, cada vez más institucional (centros educativos, medios de comunicación, ocio organizado por el mismo régimen) y cada vez menos familiar o moral. Hemos aprendido hace mucho a considerar que esto es lo normal y lógico: que la educación “sirve” para proporcionar la felicidad a hombres y mujeres, y en todo caso que ese sistema complejo ha de ser “útil”, útil en el sentido económico-materialista que consideraran razonable tanto los partidarios liberal-capitalistas de este estado de cosas como sus sólo aparentemente adversarios socialistas-marxistas. De modo que, así como hay un consenso amplio y general, basado en muchas décadas de propaganda, sobre las metas que nuestra vida ha de tener, esas metas impregnan y definen hace mucho el sistema educativo en sentido amplio, con las consecuencias que son de rigor.

Hay que decir en defensa del sistema constitucional de 1978 que el modelo educativo español, aunque ahora en efecto enmarcado sólo por estos pilares (materialismo, utilitarismo, hedonismo), ya había empezado a recorrer este camino antes de 1975. Cuando hablamos del ministerio de Educación, desde luego, hablamos de una institución secular que han dirigido en diferentes momentos el duque de Alba y el conde de Romanones, o Salvador de Madariaga (pero también Marcelino Domingo) durante la última República. Las culpas por dar entrada en los planes de estudio, en la organización de los estudios y en la educación en sentido amplio a utilitarismo, materialismo o hedonismo no se remontan a un siglo atrás, pero sí al pleno franquismo, cuando muy contra los principios supuestos a aquel Régimen se ofreció a la juventud una formación y un ejemplo que coronaban –ya entonces, y aunque los responsables lo negasen- los mismos principios fundamentales extendidos en todo Occidente. Más tardíamente, más lentamente, pero con mayor contundencia y eficacia. Según el reciente informe de la OCDE, Panorama de la Educación 2014, España gasta mucho más en educación que países que obtienen resultados formativos mucho mejores. A más gasto educativo, y en especial a más gasto en igualitarismo y en profesorado sin cualificar, no hay mejores resultados sino peores. El problema de España no son sus carencias de Presupuesto, sino los presupuestos ideológicos de la educación y de la acción social. Véanse los maravillosos resultados que nos hemos dado y hoy gozamos.

Carece completamente de sentido entretenernos en valorar las responsabilidades de ese auge educativo, cultural y social del materialismo, y en calificar de un modo u otro a Joaquín Ruiz-Giménez, Jesús Rubio García-Mina, Manuel Lora-Tamayo, por supuesto a José Luis Villar Palasí, el breve Julio Rodríguez Martínez o a Cruz Martínez Esteruelas antes de 1975, a Carlos Robles Piquer, Aurelio Menéndez, Íñigo Cavero, José Manuel Otero Novas, Juan Antonio Ortega y a Federico Mayor Zaragoza durante los años de monarquía centrista-constituyente entre 1975 y 1982 y ya con la legislación socialista y socializante a José María Maravall, Javier Solana, Alfredo Pérez Rubalcaba, Gustavo Suárez Pertierra, Jerónimo Saavedra, Esperanza Aguirre, Mariano Rajoy, Pilar del Castillo, María Jesús San Segundo, Mercedes Cabrera, Ángel Gabilondo y ahora José Ignacio Wert, entre 1982 y 2014. Todos ellos, de diferentes maneras y con distintas velocidades, caminaron en la misma dirección educativa y humana, la del liberalismo y sus principios que antes citábamos. El liberalismo, primera forma de política surgida plenamente de la Ilustración, nació diseñado para sustituir la realidad natural y tradicional orgánica y comunitaria de nuestros pueblos con una ficción, la llamada «sociedad civil», ámbito de acción de las llamadas libertades individuales. Así, las comunidades tradicionales -el municipio, la comarca, la región, el gremio, la familia, el linaje, la orden-, depositarias de derechos y libertades, fueron reemplazadas por el individuo y por los derechos y libertades individuales. Esta convulsión moral, cultural y social fue coreada en lo político por la afirmación de la «nación política», hija y heredera del contrato social rousseauniano. Vivimos en un país reconvertido en nación constitucional y por consiguiente empapado hasta la médula desde el franquismo de esos principios que asociamos hoy a nuestra decadencia política, a nuestra crisis social y a nuestro invierno demográfico; traídos los tres no sólo por sus partidarios ideológicos sino también, antes de 1975 y después de 1996, por personas supuestamente defensoras de otros valores.

Donde esto es más evidente es en los planes de estudios, curricula y sistemas educativos, y después en sus consecuencias. El constructivismo de Piaget no vino traído por la democracia, sino que es la ideología de fondo de la Ley General de Educación de 1970, de Villar Palasí. La postura constructivista ha seguido siendo la doctrina oficial del Ministerio de Educación hasta nuestros días, durante casi 50 años; y decir constructivismo es tanto como decir relativismo. Si basamos todo, de la infantil a la Universidad, en que el conocimiento no es objetivo y no es mensurable, tendremos una antropología individualista, relativista, potencialmente materialista y casi seguramente utilitarista como base del sistema educativo. Pues bien, esa visión del mundo, a la que debemos muchos de los males del sistema educativo de hoy y en consecuencia de la sociedad, es la imperante en España por Ley desde 1970. No es responsabilidad de los socialistas que la llevaron a su lógica con la LODE de 1985, la LOGSE de 1990 (y la LRU) y la LOE de 2006, o al menos no más que de los franquistas y centristas que previamente habían dado los primeros pasos, y del PP que no ha dado el giro que le habrían permitido sus dos mayorías absolutas.

España tiene ya dos generaciones de padres de familia educados en los valores materialistas del sistema. Poco o mucho, con excepciones y matices, pero es así. No estamos ya en un momento experimental en el que tengamos que preguntarnos por las consecuencias culturales, sociales o demográficas de un sistema educativo utilitarista, hedonista, materialista: los primeros que lo empezaron a disfrutar ya se están hasta jubilando.

Cuando don José Ignacio Munilla decía hace unas semanas que «los creyentes tienen un serio problema» se limitaba a señalar la realidad, una realidad que va mucho más allá de esa ley del aborto. Si la vida del concebido supone una «decisión política con implicaciones morales muy graves», las leyes educativas, todas, de ayer y de hoy, las suponen no menos graves, ya que aunque la implantación del modelo LGE-LOGSE-LOE no ha matado directamente a nadie ha sembrado en los españoles una consideración individualista, materialista y miope de la vida humana que ha permitido una vigencia social del aborto, la devaluación de la natalidad y de la vida humana en general. Cuando pensemos en aborto y en invierno demográfico en España no pensemos sólo en Felipe González que trajo el aborto, en José María Aznar que lo mantuvo, en José Luis Rodríguez Zapatero que lo extendió o en Mariano Rajoy que lo conserva voluntariamente, sino también en los ministros de Educación que han construido los españoles de 2014 conforme a los valores que legitiman esa decisión.

Con amplio consenso social, ese consenso que preocupa a los políticos profesionales mucho más que cualquier principio, hoy en España se suprimen cada día al menos 300 vidas humanas al día. España es un país que si no reduce su población es estrictamente por la inmigración, y que conforme las generaciones del baby boom, ya en parte víctimas de estos anti-valores educativos, se empiecen a jubilar envejecerá de manera insostenible. España –una España educada en la supremacía del placer, el bienestar, la riqueza, los derechos sin límites y los deberes inexistentes- camina necesariamente hacia el decrecimiento. Decrecimiento demográfico, porque habrá menos españoles; cultural, porque esos españoles serán menos españoles y estarán, como ya están, peor formados que sus abuelos; económico, porque serán mayores y serán capaces de producir menos riqueza; político, porque España pesará aún menos en el mundo y dentro de España la identidad nacional tendrá aún menos importancia.

El modelo educativo español, derivado de la LODE socialista y de la LOGSE y la LRU aplaudidas por el Partido Popular, reúne casi todos los defectos encontrados en los últimos 50 años en el resto de Europa. En cuanto a los contenidos, no hay comparación posible, ya que los bachilleres del año 2014 ignoran muchos de los conocimientos que se exigían a los escolares de 1970, y la media de los universitarios ni se aproxima a los mínimos superados por la generación de sus padres. En cuanto a los llamados procedimientos, la enseñanza vive de espaldas a la España real, centrada en posturas ideológicas absolutamente trasnochadas que, políticamente eclipsadas, se refugian todavía entre los teóricos de la educación. Las actitudes inculcadas a los estudiantes, dentro del confuso intento de educar en libertad, desembocan con frecuencia en un absoluto desconocimiento de las normas mínimas de convivencia en una sociedad civil, de tal manera que, de no mediar el buen sentido de muchos jóvenes, la buena voluntad de muchos docentes y el buen criterio de muchas familias el sistema educativo se habría convertido ya en el peor enemigo de la propia nación española. Si esto no ha sucedido todavía del todo, ha sido al precio de ignorar el espíritu y la letra de unas leyes dogmáticas e injustas.

El error del actual sistema educativo es de concepto, y ninguna reforma responderá a las necesidades de España si no tiene en cuenta las aspiraciones de los niños y jóvenes y las necesidades de la sociedad. Hoy, en nuestra Patria, el presupuesto de la enseñanza es una libertad casi absoluta. Casi sin esfuerzo personal, los distintos niveles de estudio y grados académicos están al alcance de casi cualquier ciudadano, y parece socialmente indigno no llegar a los grados académicos superiores, asumidos como derecho del mismo modo que el aborto por otro lado. El rigor y la exigencia se sacrifican ante el mito de la igualdad absoluta, cuando es un secreto a voces que hay y habrá personas laboriosas y vagos, y personas más o menos inteligentes. La gran contradicción para el alumno llega al término de los estudios: como el sistema, universalizándolos, ha quitado casi todo su valor a los títulos académicos, el certificado de escolaridad, el título de bachiller y el grado o máster (antes diploma de licenciado) de poco sirven en este feroz “mercado de trabajo”. Decía monseñor Munilla que «un católico que aspire a ser fiel a los principios de la Doctrina Social Católica, no puede votar en coherencia a los partidos políticos de ámbito nacional presentes en el actual Congreso de Diputados». ¿Y sí puede aprobar este sistema educativo y sus fundamentos ideológicos, que entre otras cosas llevan al aborto, la eutanasia, el envejecimiento y la descomposición de la identidad nacional?

Hay un gran problema. Ignoro si hay una sola solución, pero sí tengo claro que todas deberán pasar por el sistema educativo y sus fundamentos, y que no podrán funcionar si se limitan a una sola parte de la educación (la tentación de buscar libertad para los centros educativos de iniciativa social, abandonando o poco menos los centros públicos). Es un problema general de España, y necesita que se solucione para todos los españoles; o asumir que no tiene a corto plazo tal solución, y obrar en consecuencia. Caer en esa tentación sería como la postura de un político católico que aplauda la actual solución para el aborto pensando en males menores sin ver que se está construyendo un mal mucho mayor, sin precedente en muchos siglos de vida nacional.

Pascual Tamburri, profesor de Instituto

Por Pascual Tamburri Bariain, 8 de octubre de 2014.
Publicado en Razón Española.