La venganza del pardillo: ni nicolases, ni trepas, ni traficantes

Por Pascual Tamburri, 8 de diciembre de 2014.

Modelos de las castas para los jóvenes: Francisco Nicolás; traficante; futbolista; poli-consumidor; rebelde sin ducha; batasúnido; corrupto. Pero siempre nos quedan los ‘pardillos’.

El pardillo es un animalito con mala reputación, ave pequeña y con el nombre usurpado en funciones despectivas. Pero realmente, diccionario en mano, el pardillo humano debe su nombre al paño tosco, grueso y basto, sin tinte (y por tanto pardo) que vestían los campesinos más pobres y más humildes de la España tradicional. Así que el pardillo, en la amplia acepción del término, es el rústico, el sencillo, el campesino antes, el hombre sin más pretensiones hoy. Y, también en el habla juvenil, el pardillo es el que no sabe cómo vive el hombre o la mujer a la moda; o no puede vivir así, o no quiere, sin más. Un pardillo.

El pardillo, por ejemplo, entre los jóvenes y menos jóvenes, es el que no sabe «cómo deben ser» hoy las relaciones entre personas. Un pardillo cree en el amor, o al menos en el respeto y en la fidelidad, en la importancia de la relación y en su permanencia. Llegar al matrimonio hace de una pareja unos pardillos, pero incluso la fidelidad mutua dentro del noviazgo y del matrimonio es cosa de pardillos, como lo es en la amistad o sencillamente en la palabra dada; actitudes mal vistas, risibles o despreciables, que convierten al pardillo en paria social, contrario a la moda. Y sin embargo, aunque no se crea, quedan pardillos de estos.

El pardillo paga sus deudas y cumple su palabra, incluso sacrificándose para hacerlo. Es, lógicamente, un pardillo, en un mundo de tiburones que siempre encuentran un resquicio legal o fáctico para no pagar, y una buena explicación para no dar cumplimiento a sus propios compromisos. El pardillo, en esas pocas ocasiones de jurar que hay en la vida, se lo piensa dos veces, porque sabe que los juramentos son para siempre, y quedan fuera de la interpretación de uno; el tiburón, el pequeño Nicolás, el trepa, jura sin más problemas, porque cumplirá en la medida que le aproveche, y dejará de hacerlo si hay opciones mejores. «Antes muerto que pardillo», dicen algunos; sin embargo, quedan aún pardillos.

Los pardillos confían en los demás volátiles. Si se les dice algo, tienden a creerlo; y así como si dicen algo hacen de su palabra un código de honor, esperan que los demás hagan lo mismo. El pardillo es, en un mundo de pterodáctilos éticos, objeto de recurrentes engaños y frustraciones, porque bien sabemos que confiar es de pardillos, y creer en los demás cosa de ilusos. Sin embargo, el pardillo sobrelleva esta inferioridad empleando expresiones pardillescas (deber, honor, lealtad) que parecen bastarle ante la adversidad.

Frente a la proliferación de aves nocturnas –ora gallos y gallinas, ora pavos reales-, el pardillo no encuentra su hábitat natural en discotecas, tal vez porque su innata rusticidad y su sentido poco moderno y sofisticado de las cosas le llevan allí al aburrimiento o al hastío. Sobre todo porque no puede cacarear tan alto como los gallos ni desplegar el mismo plumaje que la otra gallinácea. Es algo instintivo, y el verdadero pardillo no consigue superar con facilidad esta barrera. Tiendo a pensar que, por la presión del urbanismo burgués moderno, el pardillo se refugia a veces en áreas rurales, boscosas y montañosas, pero esto está pendiente de confirmación.

El pardillo, allí donde sobrevive en mejores condiciones, forma grupos. Se trata de un ser sociable, pero con una concepción de las relaciones sociales diferente de la normal; y por lo tanto, para preservar sus características entre la hostilidad de las demás aves, se acoge al amparo de otros pardillos. No forman sociedades cerradas, sino que les bastan mínimos espacios de reconocimiento mutuo para sobrellevar su diferencia y seguir soportando la convivencia con las demás aves.

¿Sufre el pardillo por su condición? Es difícil de decir. Desde luego, para ser un pardillo y perseverar en el intento hace falta una personalidad fuerte, porque el camino fácil es el opuesto. Y lógicamente la mayoría elige antes o después lo fácil. La verdad es que, en la España de hoy, sólo es un pardillo, en el sentido despectivo del término, quien realmente quiere serlo. En caso contrario, incluso los individuos mejor dotados por la naturaleza para ser pardillos pueden convertirse en gallos admirados, pues el ambiente ayuda y las oportunidades no faltan. Así que, siendo un hecho evitable, el pardillo lo es porque quiere, y compensa con ese placer lo que la vida de consumo le haga sufrir.

Sin embargo, el pardillo, el rústico, el sencillo, el gañán, el parsifal de cada pequeño ambiente, sí hace sufrir a los demás, y ésta es tal vez su mayor falta, y la razón por la que es a un tiempo despreciado, temido y cazado. El pardillo es la prueba viva de que el modo «moderno» de vivir no es el único, y de que puede no ser el mejor. Además, para quienes tienen en sí mismos las cualidades de un pardillo clásico pero las ocultan en una capa de barro, son un reproche silente, simplemente por existir. Son una llamada a la naturaleza y al deber, para unos, y la presencia viva del enemigo biológico, para otras especies. No obstante, quedan pardillos, gozan de buena salud y no parece que el darwinismo social, pese al vigor y a los atractivos del gallinero, vaya a aniquilar la especie. Es más: puede llegar un tiempo en el que las condiciones ecológicas cambien y los pardillos tengan aún una palabra que decir, a todos o a algunos.

Pascual Tamburri

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 8 de diciembre de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/venganza-pardillo-nicolases-trepas-traficantes-139087.html