Educación: degradada, adoctrinada, transferida. ¿En qué orden? ¿Desde cuándo?

Pascual Tamburri
Razón Española, Nº 195, enero-febrero 2016, páginas 73 a 79 (a.i.).

En España no hay un consenso amplio y transversal en muchos asuntos. Pero un asunto que hace opinar igual a tirios y troyanos, en principio, es la educación: gentes de lo más diverso están dispuestas a admitir que la educación no funciona, que ha empeorado, que no cumple adecuadamente la función social que se le supone, que es especialmente grave en los centros educativos públicos… y todo esto desde hace unos 40 años. Bromas aparte, hay que buscar en los cambios de estas décadas las causas de esa decadencia académica.

¿Qué ha cambiado entre nosotros en estos años? A) Hemos tenido, desde 1970, sucesivos cambios normativos, que han implicado una inestabilidad del sistema educativo y la introducción en el mismo de una fuerte carga ideológica. B) Hemos asistido a un cambio demográfico que ha supuesto pasar de un baby boom nacional a un invierno demográfico y ahora a la entrada masiva en las aulas de hijos de la inmigración. C) Hemos asistido a sucesivas crisis económicas que han afectado a la capacidad de inversión en educación, tanto por parte de las familias como de la Administración.

El problema peculiar de la educación en España: las autonomías

Pero en diferentes términos esos tres problemas son compartidos por muchos otros países del mundo occidental. La peculiaridad española en educación viene dada por un cuarto aspecto: la construcción del Estado de las Autonomías a partir de la Transición a esta democracia. En pura lógica, hay que concluir que si nuestra educación es llamativamente peor que otras (y no sólo en pruebas más o menos abstractas y en resultados socioeconómicos, sino en puros y simples niveles académicos), será por aquello que tenemos de diferente, amén de costoso e ineficaz: la ruptura del Estado nacional y con él de la enseñanza común. Las Comunidades Autónomas, en sus varios regímenes, se crean como consecuencia de la Constitución de 1978 (que permite que existan, no obligaba a ello, cosa que suele olvidarse) y con unas competencias limitadas con unos techos que fija el mismo texto de la Constitución, aunque en la práctica no se respeten. Si España tiene problemas derivados de que hay 17 Administraciones, la responsabilidad está en la existencia y dispersión de las Autonomías.

Conviene entender qué supuso para nuestra vida regional aquella Transición. Decía Jesús Laínz antes de terminar octubre de 2015 en Libertad Digital que “en los tiempos del diseño del nuevo régimen, salvo obviamente a los separatistas vascos y catalanes, que lo ansiaban para utilizarlo como trampolín hacia la secesión, en España el Estado autonómico no le interesaba a casi nadie… en aquel momento (1976) era una idea que no tenía ni arraigo, ni fuerza y solamente compartida por unos pocos”. ¿Y después? “Así pues, a pesar del desinterés del pueblo español, el Estado de las Autonomías se impuso para contentar a unos separatistas que no se contentaron y para acabar con los asesinatos de unos terroristas que se dedicaron a asesinar mucho más; ha demostrado su derroche y su ineficacia… ha sido utilizado por parte de cientos de mediocres para darse la gran vida, enchufar a la familia y… por encima de todo, ha sido y sigue siendo la herramienta utilizada por los enemigos del Estado para dinamitarlo desde dentro”. La cuestión autonómica fue pues el resultado de una imposición ideológica por los separatistas y de unos intereses mercantiles de los políticos profesionales, con la circunstancia para nosotros agravante de que mientras éstos colocaban amigos y familiares y hacían buenos negocios los separatistas y los nuevos regionalistas colocaron en el centro de sus desvelos el control y manipulación del sistema educativo una vez “autonomizado”.

Ernesto Ladrón de Guevara y Jesús Laínz han explicado, desde diferentes puntos de vista, que la negociación constitucional y después la negociación con las Comunidades Autónomas de las transferencias educativas estuvieron determinadas por la violencia terrorista, por la imposición ideológica separatista y por el control político de una izquierda para nada moderada frente a una derechita cuando menos acomplejada. No por casualidad, por ejemplo, en plena negociación del contenido educativo del Estatuto vasco, tuvo lugar el incendio del Hotel Corona de Aragón en Zaragoza, en 1979 y matando a 80 personas. Uno de tantos tabúes de la Transición, hoy es aceptado incluso judicialmente que fue un acto terrorista; casi a la vez fue secuestrado y herido por ETA Gabriel Cisneros, uno de los siete “padres” de la Constitución. Frente a esa presión y otras, y según su para nada ejemplar hábito, Adolfo Suárez entregó la educación al PNV, con consecuencias mucho más graves que cualquier posición firme que hubiese adoptado entonces.

Entre las anormalidades que el mismo Laínz señala en el sistema español actual hay tres que convierten esa rendición en el momento determinante del caos que actualmente vivimos, no sólo en educación. El sistema vigente ha permitido y permite, ante todo, la utilización del Estado de las Autonomías para implantar un régimen totalitario dirigido a la secesión. Los separatistas vascos y catalanes nunca pensaron en regionalismo, sino en usarlo como paso en la construcción de un Estado. Eran una minoría marginal, pero controlando los poderes del Estado en sus respectivas regiones durante décadas han creado una identidad social antes inexistente. En el centro de esa construcción se sitúan otras dos anormalidades vinculadas radicalmente a la educación. El control de las aulas, de sus contenidos y de sus docentes ha permitido, ante todo, la utilización de la lengua como factor nacionalizador y de penetración ideológico-sentimental. No se cultivan las lenguas minoritarias (que lo son también en sus regiones) para comunicar, sino como símbolo de identidad. Las respectivas lenguas regionales han sido elevadas a bandera y frontera de naciones en proceso de devenir Estados. Para ello, otra anormalidad también envuelta el polvo de tiza: la manipulación de la historia es la herramienta esencial para conseguir la voluntad mayoritaria a favor de la secesión. Y el mayor esfuerzo y éxito no se ha dado precisamente en la investigación, sino en el relato social de una historia falseada, igualmente llevada a las aulas y convertida en verdad, signo y símbolo ya para dos generaciones enteras de víctimas del sistema autonómico en las aulas.

Así, impunemente, tenemos una calculada política cultural centrada en la euskaldunización de la educación, convertida en adoctrinamiento; siempre con una perspectiva de hegemonía social y no de mejora en los rendimientos y capacidades del alumnado. Un montaje que recuerda sin duda las ideas de Antonio Gramsci. Obviamente las otras tres fuentes de fracaso educativo de la democracia española han multiplicado sus efectos con este peculiar espacio que son nuestras omnipotentes autonomías. Pero a casi nadie ha importado, porque al final el País Vasco presume, por ejemplo, de excelentes resultados en su Bachillerato y su Selectividad, olvidando decir que esas notas las ponen profesores designados o controlados por su poder, con leyes y currículos creados por y para ellos, y en definitiva sin poderse medir objetivamente con el conjunto de España, a falta de unas pruebas nacionales únicas y objetivas que garanticen la igualdad y calidad educativa. Que al fin y al cabo interesan menos que la apariencia dada por las notas y demás, al parecer. Lo cierto es esto: querían controlar la educación para construir su nación. Por miedo y por cálculo se les dejó y siempre se les ha seguido dejando; el resultado es, por un lado, la desnacionalización de todos los educados desde entonces, y además una peor educación ya que ésta se ha subordinado a los respectivos intereses políticos, en sus contenidos, en su lengua y en sus métodos.

Los problemas que España no vive sola… pero vive de modo diferente

No hay dinero, dicen. La crisis económica de los 70, la de los 90 y la actual han marcado la democracia española, limitando la capacidad de gasto en Educación tanto por parte de la administración (sea Estado sean autonomías) como por parte de la sociedad y las familias. Ahora bien esto ni es un problema nuevo, ni es exclusivo de España. Está de moda asociar todos los problemas educativos a los llamados recortes, y parecen irrenunciables esos argumentos de determinismo económico, tanto para neomarxistas como para neoliberales. Tal razonamiento es sin embargo una falacia. Lo es, ante todo, porque “cambiar” la educación no significa “recortar” nada, sino utilizar de otro modo los medios materiales y humanos ya disponibles. Hay centros, recursos y funcionarios docentes que con seguridad pueden emplearse mejor, con mejores resultados aunque eso supondría, por supuesto, cambiar qué se enseña, cómo y a quién. No necesariamente “recortar” implica “empeorar” un modelo educativo; disponer de más instrumentos electrónicos de cualquier tipo, de más viajes, de mejores ratios y grupos aún más reducidos no es decididamente lo que hace mejor la educación, porque si así fuese estaríamos en el mejor momento del Bachillerato español, y doy mi palabra de que no es el caso.

Hablando de dineros, el profesor Javier Horno escribió hace tiempo en Navarra, donde también enseña, algo que parece el mejor resumen de los problemas económicos en educación: “lo que algunos pregonamos es que incluso con menos recursos de los gastados hasta ahora, los alumnos pueden aprender más y mejor”. Y es que nunca debimos olvidar que la educación no es esencialmente un instrumento de reforma social, ni de redistribución económica, ni de intervención en los mercados; tampoco es un mecanismo de acción psicopedagógica, ni debe servir esencialmente para aparcar alumnos, tranquilizar familias, repartir diplomas hueros o, líbrennos los dioses, para colocar docentes con o más a menudo sin méritos. Da exactamente igual qué diga cada partido, y cada sindicato: la educación tiene como meta transmitir el saber al más alto nivel posible, formar a los alumnos en la máxima exigencia que en cada uno sea imaginable y conservar y enriquecer en lo posible la ciencia y la cultura. El resto sería, y de hecho es, un costosísimo desperdicio de medios y de tiempo. Tenemos así una educación cara porque gasta mucho en asuntos que no son nuclearmente educativos, recursos que son mal empleados y por razones políticas sociales, como queda explicado, nacionalistas.

Socialmente el cambio ha sido enorme. Asistimos primero a la manipulación y luego a la proletarización indolora de la masiva clase media joven creada por el franquismo. Después a su aburguesamiento superficial y a su quiebra demográfica. Y desde hace dos décadas, de modo inevitable, a la llegada masiva de inmigrantes no españoles y en su mayoría no europeos. La aceptación de inmigrantes con la imposición ideológica de la aceptación de sus hijos en las aulas sin un trato distintivo lleva, lógicamente, a un descenso del nivel de enseñanza. No es culpa de los inmigrantes, por supuesto, sino por un lado de los que se benefician de su llegada y por otro de los que ideológicamente han impuesto que su entrada se trate de este modo.

Es curioso que precisamente la izquierda ‘proletaria’ sea la mayor partidaria de esa inmigración y de su entrada en las aulas. El problema es mayor para las familias españolas de bajos ingresos, obligadas a enviar a sus hijos a colegios repletos de inmigrantes. Justo esas familias españolas “están condenadas a que sus hijos reciban una educación de peor nivel que antes de la llegada masiva de inmigrantes, y a resignarse a que sus posibilidades de triunfo en la vida sean menores”. Éxito o no éxito, esa inmigración educativa unida a la baja natalidad local implica que el cambio social y demográfico se está haciendo irreversible.

Por último, los cambios normativos han supuesto tener un sistema a la vez inestable y sometido a una ideología de parte. Hace ya casi una década hablé de la LOGSE de 1990 como de una “fábrica de ineptos”, en Genocidio Educativo (Ediciones Áltera). Veíamos entonces que el nivel educativo de las escuelas españolas ha descendido tanto que en las competencias mundiales de aptitudes, los estudiantes españoles son los que obtienen las peores notas. Era verdad, pero nos equivocábamos.

Con toda su ideologización progre, materialista, igualitaria, uniformista y demás, la LOGSE no fue ni el inicio ni el final del problema. La ideología de la modernidad, con su profesorado progresivamente a la izquierda anejo, se asentó entre nosotros desde la Ley General de Educación de Villar Palasí. Y aunque ahora está de moda hablar con nostalgia de la EGB, el BUP y el COU que vivimos, ahí estaban ya las semillas del Sistema que padecemos. La LODE de Maravall (hijo) las puso claramente por escrito en 1985 y así siguen vigentes, a través de LOGSE, LOE y LOMCE. El sistema es antiselectivo, se orienta al “mercado de trabajo” y permite además el control ideológico sólo de la izquierda y los nacionalistas. Y eso empezó antes de 1975, con la obsesión por llevar a todos a la educación superior sin considerar su vocación, su gusto, su capacidad; no elevándolos a ellos, sino castrando la educación en lo que de mejor tenía. El problema no han sido los cambios normativos, sino, aunque sorprenda leerlo, precisamente porque en lo esencial e ideológico no ha habido cambio en la ideología de las sucesivas leyes, todas en el mismo sentido.

Digamos, en suma, que la educación española no es mala por los problemas que comparte con todo o casi todo Occidente, sino por su especial modo de vivirlos en estas últimas cuatro décadas. Por el dominio absoluto e ininterrumpido de una izquierda mundialista incapaz de reconocer que, sin duda, el mejor Bachillerato que aquí hubo fue el denostado de 1938. Y por la entrada en juego de un separatismo que ha usado la educación no para educar sino para construir sus planes. ¿Tiene esto arreglo? Sí, pero no es cuestión de más o menos medios y dinero, y el economicismo -liberal o no- no es parte de ninguna solución sino del mismo problema.