El nacionalismo destruyó Austria-Hungría, pero no lo hizo solo

Pascual Tamburri Bariain
Razón Española, Nº 197, mayo-junio 2016, págs. 376 a 380 (a.i.).

François Fejtö, Réquiem por un imperio difunto. Historia de la destrucción de Austria-Hungría. Traducción de Jorge Segovia. Ediciones Encuentro, Madrid, 2015. 494 p. 29,50 €

En Viena en 1815 se diseñó un orden europeo que desde su raíz acumulaba elementos de mestizaje intelectual. No se restauró allí desde luego el orden cristiano, quebrado por la Reforma, ni se volvió lo que llamamos Antiguo Régimen, engolosinado con su propio veneno moderno e ilustrado. Con todo lo que hubiese de represión, de nostalgia y de auto-relato de propaganda, ni 1815 fue 1789 ni la Restauración fue tal. Sobre todo, ideas aparte, creó un nuevo mapa de Europa, distinto sí del jacobino y del napoleónico, pero sobre todo distinto del precedente. Como no podía ser de otro modo. Los monarcas, pensando más bien en sus intereses, crearon un sistema nuevo. Un sistema que no daba respuesta efectiva al desafío liberal, incluso en su vertiente nacionalista; un sistema que no dejaba de tolerar y aun emplear, pensando a corto plazo, las ideas básicas del complejo ilustrado-moderno; un sistema que tenía todas sus virtudes y defectos, todos sus elementos, y todas sus contradicciones, reunidas en el nuevo Imperio austríaco restaurado.

Austria-Hungría desapareció como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. ¿Una victoria de la libertad o un error que aún pagamos? ¿Un mal evitable o una catástrofe sin culpables?

Hace unos años fue una moda, hoy es casi un imprescindible toque de estilo: cuando se cumplen dos siglos de la Viena de Metternich y de Talleyrand, uno de la muerte de Francisco José I y casi una centena también de la descomposición de Austria-Hungría, parece elegante y hasta conveniente en determinados círculos lamentar el fin de aquel viejo Imperio –a la vista de lo que ha venido después. Y sin embargo en los mismos ambientes políticos, culturales o religiosos no deja de alabarse la modernidad política liberal-democrática (cuando Austria-Hungría murió justamente a manos de las democracias y en pleno proceso de transición a la modernidad política) ni deja de darse por universalmente bueno el llamado principio de las nacionalidades (que fue el instrumento de tortura y ejecución de la monarquía danubiana).

Muchas, demasiadas contradicciones se acumulan en la explicación de la historia y de la muerte de la Doble Corona que fue de los Habsburgo. No siendo una novedad total en España, porque ya se había publicado, Encuentro nos ofrece ahora una traducción y edición nunca más oportuna del texto del franco-húngaro François Fejtö, Réquiem por un imperio difunto. En él el periodista cuenta cuales eran los ingredientes y los problemas de cada uno de los que componían el Imperio, y explica desde el pasado –yendo hasta las raíces más lejanas, en la Edad Media, en la llegada de Fernando I y los cambios de la gran María Teresa- en qué situación crítica llegó la monarquía al comienzo del siglo XX y más aún a 1914 y a 1918.

No es sólo un libro de historia, ameno y lleno de contenido incluso novedoso. Es además, y sobre todo, una interpretación de aquel pasado, que parte de un hecho a veces olvidado pero innegable: aquella monarquía, con todos los problemas que se quiera, tenía apoyos, aunque no unanimidades, en cada uno de los pueblos, comunidades, reinos y proyectos que integraban la monarquía. Es obvio, porque el siglo XX se ha basado en gran medida en ello, que había muchos enemigos de la monarquía, dentro y fuera de ella, muchos descontentos que no la querían como era o que directamente la querían ver deshecha o querían ver a los suyos fuera de ella. Pero otros pensaban de otro modo, y Fejtö lo explica en detalle.

Entendámonos, la Viena de 1914 no era la de 1815. Por contagio o por revolución, y sin olvidar el peso de grupos declaradamente fieles a la monarquía como sus francmasones y sus judíos, los Habsburgo habían dejado y en ocasiones impulsado que su Imperio se liberalizase ampliamente a lo largo del siglo XIX. Y a la vez, en un acto poco menos que de suicidio y ciertamente de ceguera, fomentaron el nacionalismo de algunos de los pueblos dentro de sus fronteras ora en beneficio común ora contra otros de esos mismos pueblos. Es muy difícil vivir a la vez en varios mundos, liberales en Austria, nacionalistas y conservadores en Budapest, represores en Transilvania, seductores en Bohemia. Es verdad que nuestro autor da muy buenas razones para explicar que Austria-Hungría no murió sólo de su contradicción nacionalista interior, pero no se puede negar que ésta, multiplicándose a sí misma, se lo puso muy fácil a los que por ideología desde dentro y por interés desde fuera, querían descomponer el Imperio danubiano.

Es imposible no dar la razón a Fejtö cuando dice que “con sus cincuenta millones de habitantes, Austria-Hungría representaba el mayor mercado europeo, después de Rusia y Alemania”. Un hecho, cuando menos económico; aunque muy matizable y por lo demás no siendo la economía el elemento principal de la convivencia. Fejtö creía y explicaba que “si la monarquía hubiese seguido sin demasiado retraso la vía de la constitucionalización a la inglesa o a la americana, el patriotismo hubiera podido adquirir en todas partes la forma liberal y democrática que había adoptado, por ejemplo, en otro estado multiétnico de Europa, en Suiza”. En resumidas cuentas, tras una experiencia juvenil en el comunismo y una larga militancia y difusión en la democracia, Fejtö lamenta con la perspectiva de las décadas que Austria-Hungría no asumiese plenamente el sistema de valores característico de la cultura política de la Europa occidental y no se federalizase “a tiempo para convertirse en una gran democracia moderna y multinacional”.

Pudo no haber tal destrucción de Austria-Hungría, y aquí aprendemos, con pasión, cómo la historia real de la descomposición de 1918 no fue exactamente la que se suele dar por buena. Fejtö nos muestra que hubo muchos intereses muy variados que confluyeron desde fuera en la voluntad no ya de privar a la monarquía de unos u otros de sus territorios al ser derrotada –porque derrotada fue-, sino de destruir para siempre su ser político. Digamos que en 1918 Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, por intereses de diverso tipo, creyeron mejor esa muerte de la monarquía, mientras que Alemania e Italia no tuvieron una especial voluntad en defender su vida. Y acierta claramente Fejtö en señalar que, si bien muchos grupos masónicos y muchas comunidades judías dentro de Austria-Hungría se habían identificado con la vida de la Corona, muchos de sus hermanos fuera, y por razones más ideológicas que estratégicas, desearon su muerte. Algo que el autor fue muy valiente en contar sin demasiados tapujos.

Peca Fejtö en este estupendo libro de historia y de política de usar su conocimiento de lo que vino después para juzgar lo que decidieron en su momento. Una Austria-Hungría federalizada y democratizada habría sido distinta y distante de sí misma. Francisco José, que no fue un santo, no podía ser ni un demócrata ni un liberador moderno. Francisco Fernando, que no fue una lumbrera política, no pudo ser coherente ni trazar un plan de acción razonable, o quizá no se atrevió a ello, o quizá antepuso sus intereses personales y de familia. Carlos I, que sí fue beatificado, ni podía dejar de ser un Habsburgo, ni podía evitar la derrota que heredó, ni podía prever que o Alemania o la Rusia Soviética llenarían el caos de pequeñeces eslavas y balcánicas que pareció preferir al final.

Hace unos años ya contábamos cómo Franco Cardini a propósito de Austria y siendo irrevocablemente italiano había demostrado que la historia de Europa pudo ser distinta. Planteaba el historiador florentino una cuestión difícil de contestar: “¿es la Europa que vemos hoy y cuya historia conocemos la única fórmula posible? Una Europa unida por la idea de progreso y que asocia la riqueza a las cualidades morales; una Europa egoísta en las relaciones entre las personas y también entre unas naciones cerradas en sí mismas y orgullosas de su identidad hasta el punto de convertir al Estado-Nación en la única fórmula posible para convivir”. Por eso, porque en parte responde a esto, el libro de Encuentro habría de llamarse más bien “Una versión personal de la historia de la destrucción de Austria-Hungría, y muchos datos atrevidos sobre sus consecuencias”

“Desde la Reforma y especialmente desde la Ilustración se ha dado por sentado que la única salida posible para toda la Europa occidental, al menos, era la imposición sin excepciones del combinado ideológico materialista–progresista–individualista–inmanentista–liberal–nacionalista, con su tardía y parcial ampliación socialista y marxista. Nuestra Europa es así y ha recorrido ese camino, pero en el siglo XVI, al hacer crisis la Edad Media cristiana, no estaba escrito que fuese la única opción posible”. Tampoco en 1916, aunque ya había muchas fuerzas en esa dirección. “¿Y si los Habsburgo hubiesen vencido en Rocroi, en 1713, en 1782 ó en 1918?… Cardini explica que una monarquía pluralista pudo existir sólo por su concepción cristiana de las cosas, y por entender la sociedad como una gran familia de familias”. La Europa y el mundo de 1914 no eran ningún alarde de perfección, pero todo lo que ha pasado desde que empezó la Primera Guerra Mundial (mi abuela aún decía «la Gran Guerra») ha sentado las bases de nuestra ruina, derrota, miseria y subordinación…. Por lo menos.

No se trata de ser nostálgico de la Europa de las monarquías liberales-ma-non-troppo… basta compararla con el mundo de la globalización y la democracia universal. La destrucción de Austria-Hungría, fruto de sus contradicciones internas y de las fuerzas externas, no fue un bien para Europa. Pero su hipotética liberalización total y/o federalización habrían supuesto su completa modernización, su transformación en una pieza más, y avanzada, de una hipotética Europa progresista. Quizá fuese la idea –a la luz de lo sucedido, y sin coherencia histórica- del difunto príncipe Otto y de otros como él. Pero no era posible. “No tenemos nada que celebrar. Sí mucho que deshacer si queremos que dentro de cien años alguien entienda esto”. Sin duda que aquella descomposición ha traído mucho dolor y muchas muertes; pero la responsabilidad recae en su clase dirigente incompetente y cerril tanto como en sus enemigos, y desde luego en el contagio de los ideales ilustrados, demócratas y nacionalistas a los pueblos de Europa Central y balcánica.