Arthur GHUKASIAN, coord., Cien Años del Genocidio Armenio: un siglo de silencio. E-Dit Arx Publicaciones digitales. Edición Digital, Valencia, junio de 2016. 355 p. Con la colaboración de Aída Acosta, José Luis Álvarez Vélez, Núria Añó, Víctor Hugo Arévalo Jordán, Freddy D. Astorga, Edgardo Daniel Barreda Valenzuela, Dora Isabel Berdugo Iriarte, Rony Bolivar, Enrique Bustamante, José Caraballo, Amado Carbonell Santos, Francisco Domene, Santos Domínguez Ramos, Julio Fernández Peláez, Miguel Alberto González González, G. H. Guarch, José Antonio Gurriarán, Dick Lester Núñez, Sandra Beatriz Ludeña Jiménez, Rodrigo Llano Isaza, Ara Malikian, Virginia Mendoza, Juan Merelo-Barbera, Jean Meyer, Marcos Antonio Pareja Sosa, Gonzalo Perera, Luis Manuel Pérez Boitel, Jorge Rubiani, Mariano Saravia, Yanira Soundy, Gustavo Sterczek, Luciano Andrés Valencia, Fernando José Vaquero Oroquieta, Máximo Vega y Gregorio Vigil-Escalera.
En junio de 2016, por primera vez, un Papa visitó Armenia, celebró allí Misa al aire libre, mantuvo una relación fraterna con las autoridades religiosas armenias y fue recibido con agrado por las autoridades políticas de la actual República de Armenia en el Cáucaso. Ésta, por sí misma, sería para un pequeño país así la gran noticia del año y aun de la década en otras circunstancias; sin embargo, Armenia es diferente, en diversos sentidos lo ha sido casi siempre y ahora mismo mantiene una tensión política, cultural y moral en su mundo que explica que haya mucho más que decir.
A nadie hay ya que explicar que Armenia es distinta, y que lo es en muchos sentidos. Una antiquísima lengua, de raíz indoeuropea y con su propio alfabeto, marca una diferencia entre los armenios y sus vecinos. Un pasado complejo, desde los hititas y Urartu en adelante, siempre entre Oriente y Occidente, un espacio en continua disputa entre griegos y persas, entre romanos y partos, entre sunníes y chiíes, sigue así hasta hoy. Pero por supuesto la gran diferencia es la fe: Armenia es cristiana, de hecho el primer espacio soberano cristiano desde 301 con los arsácidas, y es inseparable la identidad armenia de esa realidad cristiana. Algo que a menudo ha sido muy incómodo para los armenios.
Y en 2016 el gran acontecimiento para Armenia, para los armenios y para todos los que conocen, aman o al menos respetan esa identidad de piedra es el centenario del genocidio armenio del siglo XX. Un acontecimiento que se ha demostrado crucial no sólo para ellos sino para todas las comunidades cristianas de Oriente, y para muchos otros también, y que ha dado lugar a distintas conmemoraciones y a muchas polémicas, en cuyo contexto se presenta como ebook esta obra colectiva conmemorativa dirigida por Arthur Ghukasian.
Arthur Ghukasian, armenio del Este, soviético de nacimiento, combatiente, periodista, fundador de Armenia Press y español de adopción, ha asumido la difícil y necesaria tarea de dar a conocer y recordar en el mundo hispanohablante la que Francisco I ha llamado “la primera gran tragedia del siglo XX”. No es una cuestión sin importancia: aparte de las quizás cuatro o cinco decenas de miles de armenios residentes en España, el mundo hispano ha sido uno de los pilares de la identidad armenia moderna. Los países hispanos acogieron una parte importante del exilio armenio desde la vieja Turquía, tanto antes como sobre todo después de la Primera Guerra Mundial; y algunos países hispanos fueron los primeros en reconocer formalmente, pese a la presión turca –y a menudo norteamericana-, el genocidio de los armenios. Es importante pues que una voz en español, tanto literaria como en ensayo, se alce ahora para recordar ese centenario y sobre todo lo aún incompleto del reconocimiento de aquel martirio.
Desde el 24 de abril de 1915, por decisión institucional del Gobierno otomano, hombres, mujeres y niños armenios en todos los territorios dominados por Turquía fueron deportados y con gran frecuencia aniquilados. No fue una matanza más como las habituales en la zona en los siglos anteriores; fue una operación moderna de genocidio, un intento formal de aniquilar completamente una población a causa de su religión, su raza, su cultura, su lengua y su historia, en definitiva de su identidad. El resultado, con al menos dos millones de muertos, es aún visible: sólo los territorios bajo dominio entonces ruso, luego soviético, conservaron su población armenia ancestral; y sólo esos armenios, más los millones de la diáspora mundial, sobrevivieron. No hay armenios en la vieja Armenia de Asia Menor, en territorios hoy poblados casi sólo por turcos y por kurdos.
Por la presión turca en la negación de estos hechos, y por la rendición occidental ante esa presión, es encomiable la publicación del libro Cien años del Genocidio armenio: un siglo de silencio, que no por casualidad fue premiado por el Ministerio de la Diáspora de la República Armenia. No es un capricho. Hasta tal punto la identidad armenia quedó marcada por aquello que hoy hay más armenios, de origen, lengua y fe, dispersos por el mundo que en su zona de origen. En el libro de Ghukasian encontramos muchos puntos de vista, y explicaciones sobre las causas y las consecuencias de aquella masacre aún impune; pero sobre todo, de modos muy distintos, se explica la importancia de aquello para todos.
Muchas veces en la historia había habido asesinatos en masa, por guerra, por religión o por origen. Lo innovador hace un siglo fue que el genocidio armenio lo plantearon los ‘jóvenes turcos’ no como un acto de guerra rutinario, sino con una voluntad expresa y mecánica de exterminar a un pueblo y de anular sus raíces, buscando una uniformidad al menos aparente que nunca había sido propia de la zona, y menos en beneficio de los turcos, pero que era uno de los objetivos de un nacionalismo turco moderno y modernizado. Los armenios habían sido muy a menudo víctimas molestas entre dos o tres mundos enfrentados; pero desde hace un siglo pueden amargamente presumir de haber sido víctimas de la modernidad, del primer intento materialista, calculado y despiadado de corregir por exterminio un “error de la naturaleza”: su misma existencia. Algo que ha de ser recordado porque si no la comodidad occidental y los intereses nacionalistas turcos –y ahora también los religiosos- impondrían el olvido en España y en el mundo hispano.
Como recuerda Fernando Vaquero Oroquieta, esto no ha terminado, “un nuevo éxodo aflige al pueblo armenio”. Un siglo después, sin el escudo de un reconocimiento mundial de aquel Holocausto anticristiano, “son sus comunidades radicadas en Siria e Irak las perseguidas”, y otras a duras penas sobreviven en “el sistema del Estado confesional libanés”. Junto a la batalla por el reconocimiento del mal recibido, a Armenia y a todos conviene hoy que se sepan las verdaderas raíces de lo que sucedió. El nacionalismo moderno, por su naturaleza, es materialista y totalitario si se lleva a su extremo. “Desde la Reforma y especialmente desde la Ilustración se ha dado por sentado que la única salida posible para toda la Europa occidental, al menos, era la imposición sin excepciones del combinado ideológico materialista–progresista–individualista–inmanentista–liberal–nacionalista, con su tardía y parcial ampliación socialista y marxista”, decíamos en otro caso recordando al profesor Franco Cardini. Pues bien, tal combinado ideológico, al hacerse turco, ha llevado al genocidio armenio, a su ocultamiento y negación, al exilio en masa y a la ruptura o intento de ruptura de la convivencia entre diferentes que durante milenios había caracterizado esa parte del mundo.
G. H. Guarch escribe a este propósito del “eterno fenómeno de la banalización del mal”. Pues bien, sí, desde el momento en que el éxito o fracaso de un gobernante se mide sólo en la contabilidad –mayormente económica- de su obra el genocidio no sólo es posible sino que puede ser justificable e incluso reprochable a las víctimas. Cuando no voluntariamente ignorado pese a conocerse sin ninguna duda, que es la otra cara de la misma moneda que permite inventar un genocidio y castigar en su nombre pese a saberse falso. Turquía, como China, tiene a estas alturas del siglo XXI una enorme capacidad de chantaje sobre las democracias occidentales. Son necesarias para la que llaman seguridad colectiva, e imprescindibles para los todopoderosos mercados. Eso permite que injusticias evidentes de ayer y de hoy, como la invasión de Tíbet, el comunismo de China, el islamismo sui generis de Turquía y el anticristianismo de ambas potencias sean silenciados por los Gobiernos de las naciones supuestamente libres, democráticas y en otros casos tan moralizantes. No es ignorancia, es nuevamente cálculo. Por lo mismo, Occidente en general fingió creer hasta los años 90 a la URSS cuando negaba o reprochaba a los alemanes la masacre de las fosas de Katyn de 1940, o negaba los millones de muertos del Holodomor ucraniano, del Gulag, de la Revolución Cultural o de Kampuchea, por poner sólo algunos ejemplos que la izquierda española en parte aún no ha digerido.
Pero el caso ahora más más flagrante de esa hipocresía institucional, y uno cuya resolución devolvería la esperanza a todos los que quieren un mundo más libre, es el de los armenios. Allí donde vive un armenio está presente Armenia, recordaba Fernando Vaquero. En este libro encontramos, de muchos modos muy distintos y alguno de ellos realmente hermoso, explicada la importancia del asunto. No sólo para Armenia, sino para todos nosotros, víctimas o posibles víctimas de ese totalitarismo que niega serlo.
Pascual Tamburri Bariain
Razón Española, junio de 2016.