La prisa, la esencia y la apariencia

Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de enero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.

La gran urbe, especialmente en contraste con las pequeñas ciudades y sobre todo con la vida rural, es fuente de reflexiones luminosas. Especialmente cuando uno -sin esperarlo, y sin desearlo- dispone de unos días o de unas horas de soledad para dar orden lógico a esas impresiones.

Vivimos un tiempo acelerado. Individuos aislados, egos superlativos, inconscientes deslizamientos hacia la pura satisfacción de imperativos personales y materiales. Y rápidamente. Pensamos en nosotros y por nosotros mismos, incluso, y sobre todo, cuando nuestra intención, nuestro anhelo original y declarado fue exactamente el opuesto. Anhelo que a menudo nos sigue llenando la boca, pero cada vez menos la vida, y por ende el corazón. Hipertrofia del individuo, de lo tangible y del hoy, propia de esta postmodernidad incluso en quienes se creen inmunes a ella, hiriente siempre a poco que uno lo vea con distancia, pero tentadora de hecho una y otra vez.

La prisa nos hace ser tajantes incluso cuando en nuestro corazón hay calor. La prisa nos hace tomar decisiones porque -digamos lo que digamos- no confiamos en quien las debe tomar por nosotros. La prisa nos hace dar por supuesto que nuestra elección individual e inmediata será mejor que la sumisión leal y fervorosa a la disciplina familiar y comunitaria. Y que cada uno es dueño de su tiempo.

Individualismo, inconstancia y falta de convicciones pueden llevar a varios extremos. Uno de ellos, el nihilismo pesimista del «todo es inútil». Otro, el activismo compulsivo, pero veleitario, sin orden, criterio o disciplina. Un tercero, la decepción de quien tristemente -defraudado por los hechos o por los hombres, o en definitiva por lo que los hombres son pudiendo no serlo- se refugian en la lectura, la escritura o las artes, que atenúan ese dolor sin jamás extinguirlo. El tiempo, la ilusión y la voluntad -para ser algo más que bípedos implumes mortales y autodefinidos- piden a voces mucho más de lo que concedemos.

Quien cree que su existencia es única y finita -aunque diga ostentosamente lo contrario- tiene prisa y actúa solo. Actúa pensando en sí mismo, y con un horizonte breve. No hay comunidad humana ni vida trascendente que nos dé serenidad. No hay nada que nos separe del culto universal a la «normalidad» gris de esta época gris. No hay jerarquía que nos coloque en nuestro lugar. Un lugar en el que «seamos», donde no nos limitemos a «estar», y donde no haya prisa posible, porque no estamos solos.

Cuando se trata de formar una familia, o de vertebrar a cualquier nivel una comunidad humana que sea más que un mero negocio mercantil -y no hablemos si se trata de empeñarse en una acción política, social o cultural- importa mucho qué se hace, y todavía más cómo se hace -las formas, que sí hacen al monje, y la constancia en el ser-, y sobre todo el espíritu -qué luz alumbra los corazones de esas personas, cuál es su verdadera inquietud. Importa poco, extremadamente poco, qué se dice, qué se dice ser o pretender, qué se dice haber sido, haber hecho o haber dicho.

Los hechos de cada día, semana a semana, año a año, la solidez espiritual y doctrinal de cada uno, la solidaridad profunda entre quienes comparten el proyecto: he ahí la diferencia entre la apariencia, apresuradamente creada, tal vez rápidamente exitosa, pero sin duda débil, quebradiza, llena de caprichos, de requiebros, de cambios de rumbo y de opinión, de nuevas seducciones y de rápidos abandonos, rápidamente decadente; y la esencia, más trabajosa, más comprometida, menos atractiva a corto plazo, pero única garantía de que se cree y se vive en intimidad y en comunidad lo que se dice y se quiere aparentar.

Sería bueno recordarlo siempre, también en esta primavera electoral.

Tirso Lacalle

Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de enero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.