Pilar Urbano y el secreto mejor guardado de nuestra monarquía

Por Pascual Tamburri, 1 de abril de 2014.

Pilar Urbano ya no es políticamente correcta. Ha contado en público lo que muchos sabían: que el 23-F sigue sin resolver y que el Rey tuvo mucho que ver. Será laicamente excomulgada.

A los españoles con más de 40 años les parece que fue ayer, pero la realidad se impone: el 23-F ha cumplido treinta y tres años y se explica ya en los libros de Historia de Bachillerato a una generación que no lo vivió. Es más: así como otros hechos de nuestro pasado y de la misma Transición son polémicos y generan opiniones enfrentadas –especialmente desde que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se empeñó en su peculiar idea de «Memoria Histórica» y el de Mariano Rajoy en no corregirla- no hay ninguna discusión importante sobre el intento de golpe de Estado.

Pero que la opinión sea unánime, y que la perspectiva ucrónica de un golpe triunfante en 1981 no guste a nadie salvo como chiste, no quiere decir que el 23-F sea un capítulo cerrado. Aún no se ha publicado todo lo que se sabe, ni se sabe todo lo que sucedió, sobre los acontecimientos de aquellas horas en las que, para algunos, la democracia estuvo en peligro y terminó, para todos, consolidada y confirmada.

La situación de España a comienzos de 1981 no era sencilla. ETA y GRAPO habían puesto contra las cuerdas al Estado, matando casi cada día, imponiendo su ley en partes consistentes de la sociedad y el miedo en el resto. El partido mayoritario, UCD, estaba profundamente dividido –ya que era un cajón de sastre con personas, ideas y proyectos muy diferentes en su interior- y el Gobierno corría el riesgo de quedarse sin apoyos en el Parlamento. La alternativa era una izquierda que no había gobernado desde tiempos de Francisco Largo Caballero y Juan Negrín y que no generaba universal confianza. España era una democracia, pero la democracia era tierna y frágil.

Dos fotogramas explican esa situación mejor que cualquier argumento. A las 19.40 del 29 de enero de 1981 la programación de Televisión Española se había interrumpido para emitir una «Declaración del presidente del Gobierno«. Adolfo Suárez, tras un año de crisis económica, de terrorismo desbocado, de reivindicaciones nacionalistas que no siempre cabían en la Constitución y de disolución de su propio partido, dimitía: «presento, irrevocablemente, mi dimisión como presidente del Gobierno«. Un detalle importante, en una democracia joven: había dimitido ante el Rey pero se sentía obligado a explicarlo a los ciudadanos. ¿Por qué? «No me voy por temor«, dijo, pero sin duda pesó mucho la durísima oposición socialista -«el ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas«- y la falta de otras alternativas democráticas. ¿Y fuera de la democracia? Cabía una involución autoritaria, más militar que de ultraderecha, de la que se tenían noticias pero de cuya inmadurez se tenían noticias suficientes en el Gobierno: «no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España«. Y no contó qué le había dicho el Rey en aquellas muy difíciles semanas de relaciones.

España terminó enero sin Gobierno, y empezó febrero para muchos al borde de una guerra civil. El miércoles 4 de febrero los sectores más radicales del independentismo vasco desafiaron al rey Juan Carlos en la Casa de Juntas de Guernica, donde había acudido a jurar los fueros vascos, como decenas de reyes españoles antes que él. Aunque el rey proclamó su «fe en la democracia y su confianza en el pueblo vasco«, todo el país contempló con estupor, en televisión, cómo en una institución autonómica el brazo político de una banda terrorista entonaba puño en alto el himno independentista.

Había que dar una salida a la situación, y la Constitución obligaba a que cualquier Gobierno saliese del parlamento. Allí, sin embargo, era preciso que alguien mantuviese unida la UCD, y de ese partido atormentado por sus disputas surgió la candidatura de Leopoldo Calvo Sotelo a la presidencia del Gobierno. Capaz y formado, por su talante podía convencer a los más moderados y por su perfil familiar podía no disgustar a las derechas.

Sin embargo, la solución parlamentaria no convencía a todos. Desde varios sectores, especialmente militares pero no sólo, se pensó en una solución extraparlamentaria de la crisis, que solucionase los grandes problemas y especialmente el autonómico y el terrorista. Un Gobierno fuerte no disgustaba a nadie pero ¿se podía conseguir en democracia?

Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil ya procesado por un proyecto remoto de golpe, pensaba que no. Como él una parte importante de la oficialidad joven formada en el franquismo creía que la democracia era el problema, y que se trataba de volver a imponer el orden a costa de las libertades. En esa dirección conspiraban varios grupos inconexos de aspirantes golpistas, genéricamente identificados con los análisis del colectivo «Almendros», publicados en el diario «El Alcázar» .

Muchos altos mandos militares, incluyendo los entonces poderosos capitanes generales, pensaban que la situación excepcional requería una interrupción de la normalidad, para volver a la Constitución tal vez después, una vez «enderezada» la situación. No se trataba de liquidar las instituciones, sino de consolidarlas «desde fuera», con el máximo respeto al Rey. El muy monárquico capitán general de Valencia, Jaime Miláns del Bosch, resultó ser el más decidido de estos golpistas de segundo tipo, pero no era ni el único ni el mejor situado; aunque sí resultó ser el más decidido.

También el general de división Alfonso Armada era monárquico, y creía posible la cuadratura del círculo: que un militar –a ser posible él mismo- presidiese un gobierno de unidad nacional, respaldado por los partidos del Congreso y destinado a corregir la situación sin interrumpir formalmente la vida institucional. Armada tuvo, además de contactos con el resto de golpistas, conocidos y no, estrechas relaciones políticas y financieras.

¿Hubo una trama golpista en febrero de 1981? A falta de una, al menos media docena de filones; casi todos ellos, además, seguidos de cerca o de lejos, y a veces desde dentro, por los servicios secretos, desde el antes influyente coronel San Martín hasta los jóvenes oficiales del CESID, como José Luis Cortina.

La sesión de investidura de Calvo Sotelo estaba prevista para la tarde del día 23, en el Congreso, y era previsible una derrota del candidato con al consiguiente crispación nacional. Algunos de los conspiradores, de diferentes tendencias y con diferentes intenciones, confluyeron en la idea de interrumpir la sesión del Congreso y establecer un Gobierno capaz de derrotar el terrorismo. En la tentativa confluyeron legalistas e ilegalistas, monárquicos convencidos de la aprobación regia y franquistas antidemócratas, conspiradores natos y agentes de los servicios. Unos se engañaban y otros querían engañarse sobre lo que había de suceder.

Durante la votación nominal de la investidura, que TVE retransmitía en directo, el hemiciclo de las Cortes fue invadido por números de la Guardia Civil al mando de Tejero. Tras unos muy conocidos incidentes, el Congreso quedó ocupado y el país paralizado. ¿Un nuevo 1936? Miláns del Bosch decretó el estado de guerra en Levante, en nombre del Rey, mientras que los restantes capitanes generales, algunos de los cuales estaban al tanto de los planes, acuartelaban sus tropas. Tropas mecanizadas de Caballería tomaron los estudios de Televisión, y todo Madrid esperaba la llegada a las calles de la División Acorazada Brunete. Al mismo tiempo, Armada entraba en las Cortes con la intención de proclamar, con apoyo de los diputados allí retenidos, un nuevo Gobierno presidido por él mismo.

¿El golpe había triunfado? Precisamente en ese punto fracasó. Se ha dicho que la intervención del Rey pidiendo al Ejército lealtad democrática fue decisiva; y probablemente fue así en muchas conciencias llenas de dudas. Pero quien detuvo el golpe fue Tejero, que al ver la lista que Armada proyectaba convertir en Gobierno impidió la entrada del general en el hemiciclo y privó a los golpistas de proyecto político. La historia es burlona, pero fue el golpista más duro quien prefirió el fracaso de todos al triunfo personal de quien había sido preceptor del Rey en su juventud.

¿Sabemos todo del 23-F? Probablemente nunca lo sepamos. Adolfo Suárez ha muerto, Tejero quedó siempre al margen de la trama al más alto nivel político y militar y de todos modos descalificado para la vida pública en democracia, Miláns y Armada, marqués de Santa Cruz de Rivadulla, son ya sólo un recuerdo lejano. Hombres de otro tiempo como el capitán de navío Camilo Menéndez o el comandante Ricardo Pardo Zancada perdieron sus carreras profesionales por una adhesión sentimental a algo que sabían fracasado. Y con lo que, como ahora sabemos, en realidad no se identificaban.

El Rey, en su intervención televisada el 23-F de 1981, violó formalmente la Constitución que defendía, ya que dio órdenes directas a los mandos militares, algo que él mismo había renunciado a poder hacer cuando firmó la Carta Magna en 1978. O eso creíamos hasta saber que, en realidad, había tenido mucho que ver con muchos de los conspiradores, como nos ha contado Pilar Urbano. La Constitución sobrevivió reforzada a aquel atardecer de invierno, y la Corona mantuvo de hecho su vínculo privilegiado con los Ejércitos, reforzado una semana después, cuando –el 28 de febrero de 1981- don Juan Carlos celebró el XXV aniversario de su jura de bandera en la Academia General Militar de Zaragoza declarando que «esta unión de las Fuerzas Armadas, que en la paz forman un bloque inquebrantable, es el reflejo de lo que ocurre en los momentos del combate, cuando las acciones individuales distinguidas constituyen únicamente episodios, por brillantes que sean, en el conjunto de la acción«. Y así fue: la unidad de las Fuerzas Armadas en torno al pueblo y al Rey se mantuvo, y el 23-F se quedó en un susto, o en un aviso, cuyos detalles se nos van a seguir escapando durante una generación más. O dos, si nos creemos la versión oficial sin permitir que se piense e investigue sobre ella, como ahora hacen los silenciadores y denigradores de Pilar Urbano.

En cualquier caso, lo único seguro hasta 2014 era que el 23-F había fracasado, que el malestar militar dejaba de ser asunto de Estado y que el golpe era un caso cerrado. Pero las tensiones de esta legislatura están reabriendo incluso la herida mejor cerrada de la Transición, y en medio de la avalancha de problemas que de repente ha caído sobre nuestra monarquía están las renovadas dudas sobre el 23-F. Al fin y al cabo, aunque no se sepa qué sucedió el resultado final fue la legitimación de la Corona ante la izquierda política y la despolitización de unos Ejércitos que se quedaron con el rey como único desahogo para sus descontentos. Desde luego que no todos los golpistas querían ese final para sus afanes, pero lo cierto es que eso consiguieron. Pero una periodista no merece el escarnio público por simplemente empezar a sugerir que hubo mucho, mucho más, y más alto, de lo que se nos contó.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 1 de abril de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/pilar-urbano-secreto-mejor-guardado-nuestra-monarquia-134608.html